"All the President's Men": La caída del presidente Richard Nixon

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https://solzyatthemovies.com/2024/08/09/all-the-presidents-men-50-years-since-richard-nixon-resigned/


https://www.newyorker.com/magazine/1974/06/17/and-nothing-but-the-truth


https://bibliomaneblog.wordpress.com/2017/05/15/all-the-presidents-men-by-carl-bernstein-and-bob-woodward-a-review/


"Todos los hombres del presidente" (Woodward & Bernstein, 1976) trasciende la mera crónica periodística para convertirse en una obra maestra del thriller de no ficción, sumergiendo al lector en la vertiginosa investigación que desentrañó el escándalo Watergate. Bob Woodward y Carl Bernstein, los intrépidos reporteros del Washington Post, no solo relatan los hechos, sino que también capturan la paranoia palpable, la implacable resistencia del poder y la obstinada búsqueda de la verdad que, paso a paso, derribó la presidencia de Richard Nixon. El libro no es solo un registro histórico, sino una inmersión en el proceso periodístico mismo, revelando las tensiones, los reveses y los triunfos que definieron una de las investigaciones más importantes de la historia moderna.


El Incidente Inicial y la Semilla de la Sospecha

El relato comienza de manera abrupta y enigmática, con la detención de cinco hombres en la sede del Comité Nacional Demócrata en el edificio Watergate. La descripción es vívida y casi cinematográfica: hombres "vestidos con trajes de negocios y todos con guantes quirúrgicos de goma Playtex" (p. 16), en posesión de equipos de espionaje que incluían walkie-talkies, cámaras, ganzúas y "dispositivos de escucha" (p. 16). La meticulosidad de la escena, digna de un atraco profesional, inmediatamente levanta banderas rojas. La primera y más impactante pista se revela cuando James W. McCord Jr., uno de los detenidos, susurra su afiliación a la "CIA" en el tribunal (p. 19). Este momento es la chispa que enciende la hoguera, transformando un robo local en una investigación de implicaciones nacionales, con el Post siendo uno de los pocos medios en tomar la historia con la seriedad que merecía.

La conexión con el Comité para la Reelección del Presidente (CRP) a través de McCord, quien era su "coordinador de seguridad" (p. 20), es el primer hilo directo que ata el crimen a la Casa Blanca. A pesar de los intentos de John Mitchell, director de campaña de Nixon, de restar importancia al asunto, calificando a McCord como un mero empleado de una "agencia de seguridad privada" (p. 20), la investigación de Woodward y Bernstein empieza a desvelar una red mucho más profunda. Los lazos de los sospechosos de Miami con actividades anticastristas y, crucialmente, con la CIA, junto con la información de que Frank A. Sturgis estaba reclutando "cubanos militantes para manifestarse en la convención nacional demócrata" y planeaba usar "provocadores pagados para luchar contra los manifestantes antibélicos" (p. 20), pintan un cuadro de operaciones subversivas y bien orquestadas.


El Rastro del Dinero y la Ingeniosa Operación de "Lavado"

La investigación del dinero se convierte en el esqueleto de la trama. Los reporteros descubren que $89,000en la cuenta de Bernard L. Barker provienen de "cuatro cheques de caja [...] emitidos en el Banco Internacional a Manuel Ogarrio Daguerre, un prominente abogado de la Ciudad de México" (p. 38). La revelación clave llega de Richard Haynes, un abogado de Texas, quien expone a Robert Allen, jefe de la campaña de Nixon en Texas, como el "conducto para los fondos que se movían a México", y a Ogarrio como el "cambista" (p. 57). Haynes estima que la asombrosa cifra de "$750,000 recaudados por Stans y sus dos principales recaudadores de fondos en Texas se habían movido a través de México" (p. 57).

Esta operación, descrita como un "lavado de dinero" ideado por Maurice Stans, tenía como objetivo garantizar el anonimato de las contribuciones, permitiendo evadir las leyes de financiamiento de campañas y recibir donaciones de fuentes prohibidas, como corporaciones, o de orígenes cuestionables como "los grandes casinos de Las Vegas y los sindicatos dominados por la mafia" (p. 57). El mecanismo implicaba llevar "regalos" —cheques, notas de seguridad, acciones— a México, convertirlos en efectivo o giros bancarios a través de una cuenta establecida por un ciudadano mexicano sin vínculos conocidos con la campaña de Nixon, y luego enviarlos a Washington. Solo Stans, celosamente, guardaría un registro para asegurar que el donante no fuera "olvidado en su momento de necesidad" (p. 57). Este intrincado esquema revela la sofisticación y la desvergüenza del intento de la administración por manipular el sistema electoral.


Las Voces Ocultas: "Garganta Profunda" y Otros Informantes

La columna vertebral de la narrativa se cimienta en las fuentes anónimas, de las cuales "Deep Throat" (Garganta Profunda) es la más legendaria. La descripción de la relación entre Woodward y esta figura es una lección de periodismo de investigación, marcada por el secretismo y la paranoia. Los métodos de comunicación, como las cortinas abiertas de Woodward o la bandera roja en su balcón para señalar una reunión, y los mensajes encriptados en la página 20 del New York Times para las citas de Deep Throat (p. 72), no solo añaden tensión a la historia, sino que subrayan el peligro inherente a la información que se estaba divulgando. Deep Throat, un funcionario de alto nivel del Ejecutivo, se convierte en un oráculo, "nunca le había dicho a Woodward nada que fuera incorrecto" y le advierte sobre la "sensibilidad extrema" de su posición (p. 73). Sus consejos sobre la precaución al usar teléfonos y su revelación de que "la Casa Blanca consideraba que lo que estaba en juego en Watergate era mucho más alto de lo que cualquiera de fuera percibía" (p. 73) son momentos escalofriantes que demuestran el aislamiento y la determinación de la administración por proteger sus secretos.

Otra fuente fundamental es "The Bookkeeper", una mujer valiente que, a pesar de su miedo, confirma la implicación de Frederick LaRue, Herbert L. Porter y Jeb Stuart Magruder en el "bugging" y el manejo de los fondos ilícitos. Sus revelaciones sobre pagos en "billetes de 100 dólares" y la existencia de un fondo de "al menos $350,000" (p. 77) añaden una capa tangible de evidencia a la corrupción. La confirmación de que Magruder recibió dinero bajo la autorización de Mitchell, y que Porter, Liddy y Magruder fueron los únicos en recibir efectivo de un fondo que contenía inicialmente $350,000 (p. 102), permite a los reporteros mapear la cadena de mando y la distribución de los sobornos.


Sabotaje Político: Más Allá del Watergate

El alcance del escándalo se extiende mucho más allá del robo inicial. La figura de Alfred C. Baldwin III, ex agente del FBI y coordinador de seguridad del CRP, es crucial. Baldwin confesó que la sede demócrata había estado bajo vigilancia electrónica durante semanas y que "los memorandos de las conversaciones interceptadas se habían transcrito y enviado directamente al CRP" (p. 113), revelando la sistematicidad de la operación de espionaje. La existencia de una "tripulación de personas" cuyo trabajo era "interrumpir la campaña demócrata durante las primarias" con "dinero prácticamente ilimitado disponible" (p. 117) expone una campaña de sabotaje político a gran escala. Donald Segretti, el "coordinador principal de la operación para todo el país" (p. 123), emerge como el cerebro detrás de tácticas sucias que incluían la distribución de volantes falsos con acusaciones de conducta sexual ilícita contra oponentes políticos y el acoso de eventos de recaudación de fondos (p. 156). Las llamadas telefónicas de Segretti a la Casa Blanca y al hogar de Dwight Chapin (p. 174) finalmente sellan la conexión entre estas operaciones de sabotaje y el círculo íntimo del presidente.


La Implicación de H.R. Haldeman y el Encubrimiento en la Cima

A medida que la investigación avanza, H.R. Haldeman, el jefe de gabinete de la Casa Blanca, se perfila como una figura central en la conspiración. Se le describe como una figura que "delegaba órdenes pero no responsabilidades" a sus asistentes: Lawrence Higby, Dwight Chapin, Gordon Strachan y Alexander Butterfield (p. 220). Esta estructura de mando, donde Haldeman controlaba las operaciones sin ensuciarse las manos, es clave para entender cómo se orquestó el encubrimiento.

La frustración de "Deep Throat" con los errores de los reporteros es un momento didáctico en el libro. Su advertencia de que una "conspiración como esta... la cuerda tiene que apretarse lentamente alrededor del cuello de todos" y la necesidad de "construir convincentemente desde los bordes exteriores hacia adentro" (p. 221) subraya la complejidad y los riesgos de una investigación de esta magnitud. Un "disparo demasiado alto" podría haber fortalecido a los conspiradores y "retrasado la investigación por meses" (p. 221).

La tenacidad de Woodward y Bernstein se evidencia en su intento de obtener información del Gran Jurado de Watergate. A pesar de la negativa del fiscal Earl Silbert a proporcionar la lista de los miembros del jurado, Woodward, con una astucia digna de un espía, logra memorizar los detalles de los jurados de los archivos del tribunal, a pesar de la estricta vigilancia del personal (pp. 233-234). Este acto, aunque "potencialmente" un "delito de desacato" (p. 249), es un testimonio de su determinación inquebrantable, una determinación que el juez Sirica, sorprendentemente, no castigó.


Las Sombras de los "Plomeros" y la Red de Espionaje Doméstico

La investigación también saca a la luz la existencia de los "Plomeros", un grupo de trabajo secreto de la Casa Blanca, cuya secretaria, Kathleen Chenow, confirmó a Bernstein que el grupo estaba compuesto por "Howard Hunt, Gordon Liddy, David Young y Egil (Bud) Krogh", y que investigaban "filtraciones" a los medios, reportando a John Ehrlichman (p. 241). La revelación de que una línea telefónica dedicada, registrada a nombre de Chenow, pero pagada por la Casa Blanca, se usaba para las operaciones de los Plomeros (pp. 240, 242), es una prueba irrefutable de la implicación directa de la administración en actividades clandestinas.

El alcance del espionaje se extiende al ámbito doméstico, con figuras como Clifton DeMotte, a quien Howard Hunt visitó para buscar "escándalos" de la familia Kennedy (pp. 280-281). La participación de Hunt en la desacreditación del "Memorándum Dita Beard", que generó "ondas políticas" en la Casa Blanca (p. 283), y su aparición en el hospital con una "peluca y maquillaje baratos" para influenciar a la Sra. Beard (p. 285), ilustran la desfachatez y la naturaleza del encubrimiento.

Más alarmante aún es el espionaje contra grupos de activistas. Theodore F. Brill, un joven estudiante y presidente de los Jóvenes Republicanos en la Universidad George Washington, confesó haber sido pagado por el CRP para "infiltrarse" en una vigilia de cuáqueros frente a la Casa Blanca, con el objetivo de "crear una vergüenza para los demócratas" y "montarlos para arrestos por cargos de drogas" (pp. 290-291). George K. Gorton, su reclutador en el CRP, afirmó tener "gente recopilando información sobre radicales en 38 estados" (pp. 291-293). Incluso se revela una manipulación de encuestas televisivas: James Dooley, un exjefe de la sala de correo del CRP, confesó que el personal de prensa "falsificó las respuestas" de una encuesta de WTTG sobre la guerra de Vietnam, enviando "al menos 4000 boletas" a favor de Nixon, lo que, de no haber sido por la manipulación, habría resultado en una derrota para el presidente (pp. 294-295).


La Caída: Rendición de Cuentas y Legado Perdurable

La implacable presión periodística y las crecientes pruebas hacen que la fachada del encubrimiento se desmorone. La confesión de Hugh Sloan sobre la transferencia de $70,000 del fondo secreto a Fred LaRue después de los arrestos de Watergate, con la aprobación de Stans (p. 313), evidencia la continuidad del esquema. La admisión de John Mitchell de que aprobó el pago a los conspiradores de Watergate, aunque insistiendo en que era para "honorarios legales" y no para "comprar su silencio" (p. 331), es un momento crucial de reconocimiento, aunque retorcido. La confirmación de que Haldeman ordenó a Gordon Strachan transferir $350,000 en fondos del CRP a Fred LaRue después de las elecciones, dinero que se sumó a los $80,000 originales de Sloan para pagar a los conspiradores (p. 332), cierra el círculo de la financiación ilícita.

"Deep Throat" resume la verdadera naturaleza del encubrimiento: "El encubrimiento tuvo poco que ver con el Watergate, pero fue principalmente para proteger las operaciones encubiertas" (p. 349). Revela que el propio presidente fue "chantajeado" por Hunt, quien inició un esquema de "extorsión" (p. 349). La conspiración, que involucraba a Haldeman, Ehrlichman, el Presidente, Dean, Mardian, Caulfield y Mitchell, se vio obligada a "recaudar dinero por fuera y a aportar sus propios fondos personales" debido a la desconfianza (p. 349). La asombrosa cifra de un millón de dólares se menciona como el "precio total" por el silencio de los conspiradores, una cantidad que Nixon supuestamente aseguró que "podría ser acomodada" (p. 352).

El clímax narrativo llega con la revelación de la existencia de las cintas de Nixon. Woodward y Bernstein, aunque agotados por la larga investigación, persisten en una pista crucial: Alexander P. Butterfield. La mención de Butterfield por Deep Throat y Hugh Sloan como el encargado de la "seguridad interna" (p. 362) impulsa a Woodward a presionar al comité del Senado para que lo entreviste. El 14 de julio de 1973, la noticia que cambiaría el rumbo de la historia llega: "¡Nixon se grabó a sí mismo!" (p. 362). Esta revelación explosiva desata una serie de eventos que culminan en la renuncia del fiscal especial Archibald Cox y las dimisiones del Fiscal General Eliot Richardson y su adjunto, William Ruckelshaus, en protesta por la orden de Nixon de no entregar las cintas (p. 364). La posterior noticia de una inexplicable "brecha de 18½ minutos" en una de las cintas solo profundiza la sospecha (p. 365).

Para febrero de 1974, la fuerza especial de la fiscalía de Watergate había logrado que figuras clave se declararan culpables, incluyendo a Jeb Magruder, Bart Porter, Donald Segretti, Herbert Kalmbach, Fred LaRue, Egil Krogh y John Dean (p. 366). El 1 de marzo de 1974, el gran jurado de Washington presenta las principales acusaciones en el caso de encubrimiento, imputando a siete exasesores de la Casa Blanca y de la campaña del presidente por conspiración para obstruir la justicia: Haldeman, Ehrlichman, Colson, Mitchell, Strachan, Mardian y Kenneth Parkinson (p. 366). Una semana después, un segundo gran jurado imputa a Ehrlichman, Colson, Liddy y tres cubanoamericanos por la conspiración para robar la oficina del psiquiatra de Daniel Ellsberg (p. 367), demostrando la vasta red de actividades ilícitas de la administración Nixon.

"Todos los hombres del presidente" es un logro monumental del periodismo, una narrativa tensa y meticulosamente investigada que va más allá de los titulares. Es un recordatorio elocuente del poder de una prensa libre y su papel vital en una democracia, demostrando cómo la determinación, la paciencia y el coraje pueden exponer la verdad y hacer que incluso los más poderosos rindan cuentas. Su impacto cultural es innegable, estableciendo un estándar para el periodismo de investigación y dejando una huella imborrable en la historia política estadounidense.


Nuevas Perspectivas sobre Watergate y la Sombra de Nixon

Desde la publicación de "Todos los hombres del presidente" en 1976, décadas de investigaciones adicionales, la desclasificación de documentos y la revelación de las cintas de Nixon han solidificado aún más nuestra comprensión del escándalo Watergate y el papel central de Richard Nixon en el encubrimiento. Si bien el libro de Woodward y Bernstein fue fundamental para exponer la trama, las revelaciones posteriores, particularmente el contenido completo de las grabaciones de la Casa Blanca, ofrecieron la "pistola humeante" irrefutable que demostró el conocimiento y la implicación directa de Nixon en la obstrucción de la justicia. Estas grabaciones no solo confirmaron las sospechas de los reporteros sobre los pagos para silenciar a los conspiradores y el uso de la CIA para frenar la investigación del FBI, sino que también mostraron la propia voz del presidente discutiendo cómo recaudar el millón de dólares necesario para mantener el silencio de los implicados. La persistente negativa de Nixon a entregar las cintas, su posterior testimonio a un gran jurado donde alegó que la famosa brecha de 18 minutos y medio fue un "accidente", y la posterior publicación de los archivos completos de Watergate, han pintado un cuadro aún más detallado de la profunda corrupción y el abuso de poder que impregnaron los más altos niveles de la administración, cimentando el legado de "Watergate" como sinónimo de escándalo político y encubrimiento.


Referencias

Doyle, J. (2012). Striking back: The 1972 Nixon campaign's secret war against its enemies. Rowman & Littlefield.

Emery, F. (2005). Watergate: The corruption and fall of Richard Nixon. Touchstone.

Felt, W. M. (2006). A G-Man's life: The FBI, being Deep Throat, and the struggle for honor in Washington. PublicAffairs.

Genovese, M. A. (2011). The presidency and the scandals of the Nixon era. Nova Science Publishers.

Krogh, E. (2007). Integrity: Good people, bad choices, and lessons from the White House. PublicAffairs.

National Archives and Records Administration. (2000). Watergate scandal documents. National Archives and Records Administration.

Perlstein, R. (2008). Nixonland: The rise of a president and the fracturing of America. Scribner.

Woodward, B., & Bernstein, C. (1976). All the President's men. Simon and Schuster, 16, 19, 20, 38, 57, 72, 73, 77, 102, 113, 117, 123, 156, 174, 220, 221, 233, 234, 249, 241, 240, 242, 280, 281, 283, 285, 290, 291, 293, 294, 295, 313, 331, 332, 349, 352, 362, 364, 365, 366, 367.

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